
El archivo Kubrick
El archivo de Stanley Kubrik se hizo legendario porque el director vivió como un ermitaño, lejos de los focos, las últimas décadas de su vida, dando pie a rumores de todo tipo. Según contaba Jon Ronson en un artículo en el periódico inglés The Guardian, para llegar a la casa del maestro en Childwickbury había que sortear cuatro cancelas eléctricas de seguridad, cuatro.
Y lo que Ronson encontró detrás de semejante paranoia fueron cajas. Por todas partes. En estanterías interminables, en el suelo, en contenedores o en las antiguas cuadras de caballos. Las había diseñado el propio Kubrick porque no le gustaba ninguna de las que se comercializaban en el mercado; diseñó su tamaño, su consistencia y su perfecto sistema de apertura y cierre. Al parecer, le encantaban los útiles de escritorio y las papelerías. Una vez decidió comprar todos los tarros de tinta de determinado color, de determinada serie, de determinada marca, porque había oído que se iba a interrumpir su producción.
La propia obra de Kubrick nace de una obsesiva atención al detalle. Como la de Steve Jobs, por cierto. Con Jobs comparte, además, su amor por la tipografía. Según cuenta su fiel secretario, Tony Frewin, el director se enzarzaba en apasionadas discusiones sobre tipografías hasta altas horas de la madrugada. Kubrick amaba la Futura Extra Bold, como la que luce en el logo de una de nuestras editoriales, FRANZ, una sin serifa limpia, elegante y sobria, pariente de la Helvética o de la Univers. Frewin recuerda que «una vez consiguió que admitiera la belleza de la Bembo», una con serifa proscrita…

El periodista Ronson tuvo el raro privilegio de abrir las cajas para bucear en sus misterios. Como cinéfilo empedernido y, por supuesto, admirador de la obra de Kubrick, buscaba una explicación, el Rosebud secreto de su genio. Le sorprendió la ingente cantidad de documentación y puntilloso detalle que había en el archivo. Por ejemplo, toda una biblioteca dedicada a Napoleón; paredes forradas con libros y más libros y documentos y lo inimaginable. En un archivador, las 25.000 tarjetas dedicadas a los pormenores diarios de Napoleón, Josefina y sus acólitos, habían sido escritas por Kubrick en persona. La idea de hacer una película sobre Napoleón le rondaba la cabeza a finales de los años 60, pero no consiguió el respaldo de la Metro y en su lugar rodó La naranja mecánica.
Para El resplandor se documentó con cada libro que se hubiera escrito sobre fantasmas y recopiló innumerables fotos de hoteles de montaña. En esa película, la mujer de Jack Torrance, el protagonista —inmenso Jack Nicholson— descubre que la novela que él escribe está compuesta por la misma estúpida frase mecanografiada una y otra vez:
all work and no play makes Jack a dull boy


Jon Ronson le comentó a Jan Harlan, el cuñado de Kubrick, que «quizá tanto esfuerzo en la documentación resultó improductivo en cuanto a la cantidad de películas que pudo, finalmente, rodar», porque tanta insistencia en el mismo tema le recuerda, precisamente, «a la obsesión de Torrance…» (sic). Harlan opinaba justo lo contrario; simplemente era así como trabajaba el genio, era su método. Por supuesto, no se trataba de la cantidad; Kubrick tuvo que archivar el mundo para crear su espléndida obra, a partir de semejante investigación minuciosa. Senderos de gloria, filmada en los 50, es perfecta y está en el podio de la historia del cine. En los 60 rodó Lolita, basada en la novela de su amigo Nabokov. También Dr. Strangelove or how I learned to love the bomb—traducida al español como Teléfono rojo, volamos hacia Moscú, con ese ingenio sin precedentes que se gastan las productoras cambiando títulos—, la mejor película que se ha rodado sobre la Guerra Fría y punto; y 2001, una odisea en el espacio, una obra maestra que todavía no podemos ni procesar. Después, su controvertida y violenta La naranja mecánica, en realidad, tan incisiva, tan actual. En los 70, la citada El resplandor, enorme en su género; Barry Lyndon, enorme en su género, un homenaje del cine a la literatura; y La chaqueta metálica, enorme, etc.


Para la documentación de su última película, Eyes wide shut, recopiló fotos de puertas, muchas puertas, hasta que encontró la que necesitaba para la casa de la prostituta a quien visita el médico en Lower Manhattan. Esa puerta estaba, en realidad, en Londres, pero era exactamente como tenía que ser para ilustrar dos segundos, dos, de metraje, en esa cruda e incómoda reflexión que dejó filmada Kubrik sobre el sexo en el matrimonio, perdón, quiero decir durante el matrimonio, que no es lo mismo.
Y no queremos hablar aquí de lo del aterrizaje en la Luna…, una obra maestra y punto.